Unos cuantos colegas en ruta hacia Aranjuez para homenajear a otro que se quedó en la carretera hace poco más de un año. Un tipo realmente memorable, del que se aprendieron cosas valiosas. Un homenaje alegre, porque así nos parece que está ahora y para siempre: alegre y sabio.
El caso es que diez preciosas motos custom afrontamos la mañanita del domingo con ganas de, traqnuilamente, devorar unas cuentas curvas y, a continuación, unas cuantas tapas con sus correspondientes birras. Es un espectáculo rodar entre esas preciosas motos. Despacito, con nuestro aire macarra y esa aparente indiferencia que mostramos ante los incesantes rostros de admiración que vamos dejando a nuestro paso...
Parada en gasolinera. Nutrición para nuestras monturas. Y para La Abuelita, claro, que llevaba ya cien mil metros andados y bueno es rellenar por si los acasos.
Con que al surtidor. Gesto a la piba de dentro, que al ver tanta moto ya se había coscado y abierto el grifo de los "pre-pago" para facilitar nuestra rudimentaria ceremonia de llenado a ojo.
La dos. Me toca la manguera dos. Abajo. Llave arriba. Depósito abierto. Carcajada porque alguien ha dicho algo salao ahí cerquita, en el tres. Adentro la bocana. Llave a tope. Mirando, que no sé porque siempre me pongo a mirar cómo cae la gasofa desde el principio.
Noto algo raro, pero no lo racionalizo. No sé, algo diferente. Bah, nada!. Acabo y me dispongo a cerrar el depósito y arrancar para que pase el siguiente colega a abrevar.
"¡¡¡¡¡¡¡Eeeeeeeeeeeeeh, el del Dooooooos......: que está poniendo gasoiiiiiiiiiiiil!!!!!", atrona un altavoz que disturbó las pocas neuronas que me van quedando.
De inmediato, otra voz, esta vez masculina e imperativa, me grita ensordecedoramente: "¡¡No arranqueeeeeeeees!!". Y azorado por la invasión de decibelios, se me cae al suelo el conjunto llave-tapadeldepósito. Y menos mal.
Cinco litros de gasoil había metido. Memo de mi. Estúpida rutina. Semejante zote...
Vienen todos. Debate. Hablan de macarrones, de clavijas, de mezclas impuras, de batallas químicas que se libran en el vientre de La Abuelita. Yo, compungido, solamente acierto a acariciar su carita. Apenas un sentimiento doble: lo gilipollas que uno puede llegar a ser, y el acojonamiento que uno puede llegar a sufrir.
Veredicto de los sabios: vaciemos el depósito y rellenémoslo con bebida mejor. La moto hacia un descampado vecino, a rastras, a pelo. Tampoco pesa tanto. Garrafas para el dichoso diésel, que no es cosa de contaminar el metro cuadrado ese para doscientos años, ni de poner en peligro a los chavales que gusten fumetear por el andurrial ese.
Garrafas. La gentil dama gasolinística aporta una de seis litros, y servidor decide adquirir otra igual llena de agua mineral (¿es que la hay vegetal?, me pregunto con feecuencia).
Abierta la víscera digestiva de La Abuelita, cual purga antañona surte el líquido que -ahora sí- me doy cuenta de que es azul. Esa era la sensación rara al repostar, esa era. Demasiado tarde.
Desorinada que fue por completo, unos bailes tipo yenka contribuyen a que el último residuo abandone el abdomen de mi amada.
De nuevo al Dos. Que le pongas 98. Que vale. Entran -esta vez de buena fuente- 14,2 litros de brevaje idóneo.
Sigamos la marcha. Y la seguimos.
Pero al cabo de unos hectómetros, La Abuelita tose, clackclackea, se perturba su límpida marcheta. Me orillo en la pequeña comarcal, y conmigo dos de mis co-ráiders. Joder, algo hemos hecho mal.
Hasta que, transcojonado de risa y furor, grita el de delante, que había retrocedido al retrovernos: "anda, pon la clavija en On, desastre, que eres un desastre". Ufff. Durante la operación, en efecto, habíamos movido la llave de la gasolina a su posición oclusa.
Y ya está.
Rudolf Diesel, aquel bávaro inmigrado a Francia, se retorcería en su tumba musitando: con la cantidad de euros que le he ahorrado a medio mundo en combustible, viene el Jumento este a meterla donde no debe.
El caso es que diez preciosas motos custom afrontamos la mañanita del domingo con ganas de, traqnuilamente, devorar unas cuentas curvas y, a continuación, unas cuantas tapas con sus correspondientes birras. Es un espectáculo rodar entre esas preciosas motos. Despacito, con nuestro aire macarra y esa aparente indiferencia que mostramos ante los incesantes rostros de admiración que vamos dejando a nuestro paso...
Parada en gasolinera. Nutrición para nuestras monturas. Y para La Abuelita, claro, que llevaba ya cien mil metros andados y bueno es rellenar por si los acasos.
Con que al surtidor. Gesto a la piba de dentro, que al ver tanta moto ya se había coscado y abierto el grifo de los "pre-pago" para facilitar nuestra rudimentaria ceremonia de llenado a ojo.
La dos. Me toca la manguera dos. Abajo. Llave arriba. Depósito abierto. Carcajada porque alguien ha dicho algo salao ahí cerquita, en el tres. Adentro la bocana. Llave a tope. Mirando, que no sé porque siempre me pongo a mirar cómo cae la gasofa desde el principio.
Noto algo raro, pero no lo racionalizo. No sé, algo diferente. Bah, nada!. Acabo y me dispongo a cerrar el depósito y arrancar para que pase el siguiente colega a abrevar.
"¡¡¡¡¡¡¡Eeeeeeeeeeeeeh, el del Dooooooos......: que está poniendo gasoiiiiiiiiiiiil!!!!!", atrona un altavoz que disturbó las pocas neuronas que me van quedando.
De inmediato, otra voz, esta vez masculina e imperativa, me grita ensordecedoramente: "¡¡No arranqueeeeeeeees!!". Y azorado por la invasión de decibelios, se me cae al suelo el conjunto llave-tapadeldepósito. Y menos mal.
Cinco litros de gasoil había metido. Memo de mi. Estúpida rutina. Semejante zote...
Vienen todos. Debate. Hablan de macarrones, de clavijas, de mezclas impuras, de batallas químicas que se libran en el vientre de La Abuelita. Yo, compungido, solamente acierto a acariciar su carita. Apenas un sentimiento doble: lo gilipollas que uno puede llegar a ser, y el acojonamiento que uno puede llegar a sufrir.
Veredicto de los sabios: vaciemos el depósito y rellenémoslo con bebida mejor. La moto hacia un descampado vecino, a rastras, a pelo. Tampoco pesa tanto. Garrafas para el dichoso diésel, que no es cosa de contaminar el metro cuadrado ese para doscientos años, ni de poner en peligro a los chavales que gusten fumetear por el andurrial ese.
Garrafas. La gentil dama gasolinística aporta una de seis litros, y servidor decide adquirir otra igual llena de agua mineral (¿es que la hay vegetal?, me pregunto con feecuencia).
Abierta la víscera digestiva de La Abuelita, cual purga antañona surte el líquido que -ahora sí- me doy cuenta de que es azul. Esa era la sensación rara al repostar, esa era. Demasiado tarde.
Desorinada que fue por completo, unos bailes tipo yenka contribuyen a que el último residuo abandone el abdomen de mi amada.
De nuevo al Dos. Que le pongas 98. Que vale. Entran -esta vez de buena fuente- 14,2 litros de brevaje idóneo.
Sigamos la marcha. Y la seguimos.
Pero al cabo de unos hectómetros, La Abuelita tose, clackclackea, se perturba su límpida marcheta. Me orillo en la pequeña comarcal, y conmigo dos de mis co-ráiders. Joder, algo hemos hecho mal.
Hasta que, transcojonado de risa y furor, grita el de delante, que había retrocedido al retrovernos: "anda, pon la clavija en On, desastre, que eres un desastre". Ufff. Durante la operación, en efecto, habíamos movido la llave de la gasolina a su posición oclusa.
Y ya está.
Rudolf Diesel, aquel bávaro inmigrado a Francia, se retorcería en su tumba musitando: con la cantidad de euros que le he ahorrado a medio mundo en combustible, viene el Jumento este a meterla donde no debe.